junio 26, 2003

La representación de los objetos que deseo, en lugar de resultarme esclarecida y objetivada, se vuelve cada vez más subjetiva, imaginativa. Seguramente fortalecida por la energía sustraída a la representación, mi afectividad se vuelve impaciente y obsesiva. Con la exaltación del afecto (tenso por el deseo) mi insatisfacción se exalta. Y siento entonces que una sobretensión, una sobreexcitación insoportable se apodera de mi indefenso ser. Hasta que, segundos mediante, esta horrible excitación se convierte en irritación.
Estos malditos deseos exaltados no dejan de acumularse, acorralados y haciendo pogo, sin encontrar una descarga real. No puedo desembarazarme de ellos de ninguna manera sensata. La función directriz, la espiritualización-sublimación, se desorienta. La descarga intelectual (aturdida, probablemente ciega) no encuentra sus vías de realización utilitaria, y regresa a su vez a mi imaginación, de la cual surgió.
Ni espiritualizo ni intelectualizo eficazmente. Mis funciones conscientes y superconscientes danzan y tropiezan en desorden. Soy el títere predilecto de mi imaginación, malsanamente exaltada. Me sorprendo prometiendo satisfacciones que desbordan toda posibilidad de realización o esforzándome por justificar deseos irrealizables y, por lo tanto, insensatos.
Mis deseos ya no corresponden a ninguna realidad, a ninguna posibilidad de realización.
Mi deseo ya no tiene salida; pierde su esencia misma, su razón de ser, su esperanza, y se carga de desespero: se convierte en angustia.