Despierto después del mediodía porque ya la columna me causa importante dolor aunque esté acostado, aunque cambie de posición: estoy en la cama hace demasiado tiempo. Si no tengo cuidado tropezaré con algunos de los libros que usé anoche para hacer a un lado una incisiva realidad. Estoy incómodo en esta casa, no encuentro mi lugar, lo he perdido durante algún año anterior mientras fumaba a escondidas en el balcón. Presiento que para poder calmarme, en cierta medida, lo que me falta es la contemplación de su reposo. En el baño, enfrentado al espejo, encuentro mi cara desproporcionada, y veo algunas canas pero no encuentro arrugas. Sonrío sin sentimiento para crear algunas y paso mis dedos por los angostos surcos, tratando de no hacerme cosquillas. El día empezó acojedor –pienso-, la mañana está buenísima (por la pequeña ventana veo un sol amoroso). Son las 4 de la tarde de un domingo que oscurece tan de prisa que no recuerdo si me dio tiempo a desayunar, almozar o merendar, o de última a cepillarme los dientes antes de cenar.
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