Queda lejos la vía del tren. Hay una congestión de autos en la intersección de las calles Augusto y Freda. El viento pasa de largo a refugiarse en alguna cueva del norte y nosotros aparentamos serenidad mientras bebemos unos daikirys bien aguados.
-Promontorio, lo viste?
-no sé, qué es eso?
-un juego de mesa
-no lo conozco
-en serio?
-ahá
Y así va todo, inclinándose para la derecha, volviéndose puto, antes amanerado. La fila interminable de coches nos tiene sin cuidado porque sabemos que antes de que acabe nos habremos acostumbrado a ella. Sin embargo, Silvina canta sobre el piano (lo que quiere decir sobre, y no sentada en el banquillo del) una canción de grupo trinidad, a la que con diego hemos dado en llamar “la canción de la puta esa”. Un tipo algo largo y sin la barba afeitada cuenta un chiste acerca de unos judíos negros del sur de Alabama y mi caótica risa hace estragos sobre mi trago y tengo que volverla a llenar. Quiero dispararme entre las piernas. De repente, algo brilla dentro de la casa y todos quedamos anonadados. El destello deserta de inmediato y deja en evidencia a una chica de unos doce años que se jacta de haber sacado una foto, y salta y grita e insulta algo que su tío patovica le ha enseñado. Un minuto de silencio se impone y flamea sobre el jardín en donde estamos, el viento ya nos ha eludido ingeniosamente, el disco de ramones pasa del track 3 al track 4 y entonces, solamente entonces, la terca frivolidad retoma su discurso y el espíritu fashion vuelve; la fiesta se anima nuevamente.
Quisiera ser otro, pero solamente después de haber fracasado en ser mí mismo.
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