La tierra húmeda, los dedos de mis pies instigando profundos charcos, grandilocuentes afroditas incrustándose en mi pecho. Un mimo asiático saborea un helado de vainilla, creo, o puede ser de de fresa, da igual... Comprendo ahora que no soy un invitado más, que la fiesta gira desdeñosamente alrededor mío. Que las rubias de tacos altos sonríen falsas como políticos y sus copas están llenas de agua mineral. Que el tipo de negro no es un esquimal, como no sé quién me ha dicho, sino un sacerdote bendiciendo tragos, panteras, homofóbicos y prostitutas rusas, las más amables de todas. En éstas, se me acerca un pequeño hombre azul y me ofrece un valium mientras habla por su celular y me doy cuenta en seguida: me encanta la gente que habla todo el tiempo de pastillas.
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