Què fortuna tienen algunos indios del norte, dedicando sus días exclusivamente al salto entre algodones e invirtiendo sus bienes para la fiesta común. Ellos no dejan de saltar ni siquiera un momento, convirtiéndose así en incitadores del hipo convulsivo. Sus hijos nacen atletas, pero pasan de la sopa de hongos. Se entretienen depositando insectos marginales en tiendas ajenas y ocultándose para observar qué tipo de revuelo estos bichos provocan. Es una existencia simple y algo pelotuda, si ustedes me preguntan, pero esta gente no sabe divertirse de otra manera.
Hay que echarle el ojo a las esposas de estos infelices. Son una rara especie que bien vale la pena analizar en detalle. En principal, nunca se atan el pelo. Jamás (en mis ocho años de estadía en este odioso campamento) he visto a alguna con el pelo recogido, ni con un rodete en la cabeza, ni siquiera una gomita que sostenga una cola de caballo. Costumbre que si es oficial o reglamentaria no tengo otra cosa que hacer sino repudiar de manera absoluta. Tampoco usan calzado; siempre van descalzas y con flamantes llagas en las plantas de los pies. Y si uno las viera desplazarse, diría que parecen orgullosas de llevarlas.
En mi tienda, donde me protejo de unas moscas de quince centímetros de diámetro con una navaja que encontré una mañana debajo de mi almohada, trato de disfrutar de the last recital for Israel de Artur Rubinstein. Ya en mis tiempos de facultad, comenzó a interesarme la música clásica pero no tenía los recursos necesarios para proveerme de buenos discos. Más tarde conocí a Bodrio, con lo que ese problema quedó inmediatamente resuelto. Ahora sólo me queda este disco, un trozo de civilización y cultura occidental en medio de tanto delirio y estupidez. Pero estas moscas no son tus mejores amigas y esta navaja no es mía ni es eficaz. Trato de contener el aliento, pero no resulta del todo. En un par de minutos estaré afuera buscando insectos.
Hay que echarle el ojo a las esposas de estos infelices. Son una rara especie que bien vale la pena analizar en detalle. En principal, nunca se atan el pelo. Jamás (en mis ocho años de estadía en este odioso campamento) he visto a alguna con el pelo recogido, ni con un rodete en la cabeza, ni siquiera una gomita que sostenga una cola de caballo. Costumbre que si es oficial o reglamentaria no tengo otra cosa que hacer sino repudiar de manera absoluta. Tampoco usan calzado; siempre van descalzas y con flamantes llagas en las plantas de los pies. Y si uno las viera desplazarse, diría que parecen orgullosas de llevarlas.
En mi tienda, donde me protejo de unas moscas de quince centímetros de diámetro con una navaja que encontré una mañana debajo de mi almohada, trato de disfrutar de the last recital for Israel de Artur Rubinstein. Ya en mis tiempos de facultad, comenzó a interesarme la música clásica pero no tenía los recursos necesarios para proveerme de buenos discos. Más tarde conocí a Bodrio, con lo que ese problema quedó inmediatamente resuelto. Ahora sólo me queda este disco, un trozo de civilización y cultura occidental en medio de tanto delirio y estupidez. Pero estas moscas no son tus mejores amigas y esta navaja no es mía ni es eficaz. Trato de contener el aliento, pero no resulta del todo. En un par de minutos estaré afuera buscando insectos.
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