Observo lo que desprende el cigarrillo arremolinarse dentro de tu boca y desaparecer: un bostezo de humo. Me sangra el alma, se resiente el cuerpo; la distancia estorbando. De a ratos nos decimos cosas que son ciertas, por momentos hablamos de sentimientos. Tu sonrisa es un destello de placer –fuegos artificiales-, intermitente y entrecortada tu risa. Te mordés el labio, otra sonrisa y una caricia que va a viajar a través de la semana, provocando pequeños ritos y furiosas reminiscencias.
No sé cómo se sobrelleva esto, cómo conversar con sombras que hacen torpes gestos sin articular palabras.
Antes de una graciosa cena existe la habitación. Das pequeñas vueltas sobre mi cama y tratás de retarme. Después me saludás atemporalmente: hola eze me decís. Estás acá, a mi lado, pero te fuiste. Durante la sucesión de segundos entre el cierre de persianas y apagado de luz, hasta el levantamiento de párpados tuyo creí que no, que estabas acostada sobre sábanas mías para siempre, que jugabas a quedarte. Pero pensabas en raptarme, en llevarme contra mi voluntad (qué voluntad, qué es voluntad?) como única posibilidad de juego continuado.
Siento tu ausencia mientras dormís a mi lado. Me duele tu ida latente, no me permite otros pensamientos. Eventualmente te vestís y salís de casa y yo no me entero del todo. Mis sentidos están algo aturdidos y mi percepción virtual no cuenta, aunque sé que algo importante se va porque me queda un vacío.
Quedan elementos irrelevantes dispersos sobre la alfombra, quedan olores de quiero y angustia de faltar lo que hace un rato sobraba. Queda impresa en las sábanas la huella de tu cuerpo y se desprende o puede que se evapore de a poquito la vida, y me resta todo un tiempo inabarcable sin presencia tuya.
Queda tu encendedor.