El recomendado del mes! (por Ricardo Gareca)
"Existe un cierto malestar en la lingüística respecto de las onomatopeyas. Son pocas las que definen como tales los diccionarios. Pero cuando se empieza a rastrear el origen último de nuestras palabras actuales, asoman incontrovertibles, con una gran frecuencia, o más bien como una constante. El motivo por el que se las desconoce, o se las niega, es el mismo por el cual se reniega del cuerpo, de nuestro componente animal, y se lo oculta.
Para las lenguas europeas las palabras son conceptos abstractos, entidades espirituales, no metáforas, y menos onomatopeyas, sonidos guturales, "animales". Apenas tienen cuerpo. Pero las palabras, como nuestros cuerpos, se resisten y hacen ruidos; toda clase de ruidos. Las palabras son ruido y significado, ruido e idea. El cuerpo de las palabras no es sonido puro, etéreo; las palabras no son puramente aéreas, espirituales. Están hechas de aire rudamente modulado por la garganta, los dientes, la lengua y siguen teniendo mucho de los primeros gruñidos, cercanos a los de los primates, que estuvieron en su origen.
Las onomatopeyas son testigos del origen encarnadamente corporal de nuestras palabras: "ideas", percepciones que originalmente no se sabían traducir en sonido más que ubicándolas en el propio cuerpo, en algún lugar de la boca. Pero sin vergüenza. Durante milenios, los que crearon la palabra amar para expresar sentimientos de afecto hacia toda clase de seres en toda clase de circunstancias, tenían claramente presente y no se avergonzaban de que fuera algo parecido a lo que habían sentido al mamar cuando niños; pronunciaban la palabra amar sabiendo que era el mismo gesto y sonido con que entonces habían pedido la mama.
Son muchas las palabras para las que el rastreo etimilógico descubre una onomatopeya original, desdibujada en las derivaciones posteriores. Y a muchas otras, sin duda, la espiritualizadora civilización occidental las fue ocultando tan bien que resulta difícil descubrírsela."
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