entre viejos papeles encontré esto. vino con un interrogante adjunto: "esto lo escribí yo?"
Hace un rato me levanté de la cama (por tercera vez en el día) y volví a comprender porqué estoy mejor dentro de ella que fuera caminando o tratando de caminar. Me pesan las piernas de una manera espantosa, casi antigravitante. Tan sólo pude hacer dos pasos en dirección a la heladera, que de pronto me pareció un refrigerador. Un cambio de identidades tan bizarro no pude soportar, de manera que cargué mis atolondrados miembros y los dejé caer nuevamente en cama. Me cubrí por completo con tres cobijas diferentes sin detenerme a apreciar los treinta grados de temperatura que se colaban en mi departamento a través de la implosiva humedad que empapaba las paredes. Comencé a reflexionar sobre todo tipo de cosas inútiles: la calidad de vida vietnamita, la importancia de los alimentos no perecederos, la esencia del alma canina, tal vez la bisexualidad del pato Lucas… Pude mantener la calma al menos unas dos horas más y luego mi sistema nervioso literalmente estalló. Creo que, al principio al menos, solo gemía delicadamente y mi conciencia me parecía un látigo, un elemento de flagelación asombrosamente eficaz. Pero después la situación se hizo de tal manera intolerable que decidí rendirme mientras aún tenía la posibilidad y dejarme caer en un mar onírico de mareas púrpuras, en donde de a ratos veía reflejada una sonrisa que era sin dudas la mía, pero que no me pertenecía en absoluto. Cinco amigos de otros tiempos reían reflejados junto a mí, y me palmeaban en el hombro y hacían chistes de programas viejos de televisión. Creo que podía sentir como una espesa baba me recorría la mandíbula allá arriba, aunque no estoy muy seguro. Bajo el inabarcable océano o sobre su superficie a veces, mis articulaciones me parecieron delgadas e interminables, se me hacía ridículo tratar de dominarlas. Aunque puedo afirmar con certeza, sin lugar a dudas, que el reflejo de la sonrisa se tornó irónica cuando, desde algún rincón del tiempo, desde algún cielo inexistente, creí escuchar a Robert Plant cantar Stairway to heaven. No puedo decir mucho más que esto. Lo que me falta describir me pareció desierto, una nada circunferente, una vana nuladidad, lo que suele dejar a su paso la devastación. El sonido de la guitarra se resintió y se volvió más insistente, menos melancólico, más atormentante. Mi respiración era más trabajosa y menos idílica cuando el chillido de la guitarra me pareció el sonido del timbre que no cesaba. Era otra vez mi departamento y una vez más era de noche. Ale seguiría insistiendo con el timbre pero yo no llegaría al tubo, al menos no esa noche.
Hace un rato me levanté de la cama (por tercera vez en el día) y volví a comprender porqué estoy mejor dentro de ella que fuera caminando o tratando de caminar. Me pesan las piernas de una manera espantosa, casi antigravitante. Tan sólo pude hacer dos pasos en dirección a la heladera, que de pronto me pareció un refrigerador. Un cambio de identidades tan bizarro no pude soportar, de manera que cargué mis atolondrados miembros y los dejé caer nuevamente en cama. Me cubrí por completo con tres cobijas diferentes sin detenerme a apreciar los treinta grados de temperatura que se colaban en mi departamento a través de la implosiva humedad que empapaba las paredes. Comencé a reflexionar sobre todo tipo de cosas inútiles: la calidad de vida vietnamita, la importancia de los alimentos no perecederos, la esencia del alma canina, tal vez la bisexualidad del pato Lucas… Pude mantener la calma al menos unas dos horas más y luego mi sistema nervioso literalmente estalló. Creo que, al principio al menos, solo gemía delicadamente y mi conciencia me parecía un látigo, un elemento de flagelación asombrosamente eficaz. Pero después la situación se hizo de tal manera intolerable que decidí rendirme mientras aún tenía la posibilidad y dejarme caer en un mar onírico de mareas púrpuras, en donde de a ratos veía reflejada una sonrisa que era sin dudas la mía, pero que no me pertenecía en absoluto. Cinco amigos de otros tiempos reían reflejados junto a mí, y me palmeaban en el hombro y hacían chistes de programas viejos de televisión. Creo que podía sentir como una espesa baba me recorría la mandíbula allá arriba, aunque no estoy muy seguro. Bajo el inabarcable océano o sobre su superficie a veces, mis articulaciones me parecieron delgadas e interminables, se me hacía ridículo tratar de dominarlas. Aunque puedo afirmar con certeza, sin lugar a dudas, que el reflejo de la sonrisa se tornó irónica cuando, desde algún rincón del tiempo, desde algún cielo inexistente, creí escuchar a Robert Plant cantar Stairway to heaven. No puedo decir mucho más que esto. Lo que me falta describir me pareció desierto, una nada circunferente, una vana nuladidad, lo que suele dejar a su paso la devastación. El sonido de la guitarra se resintió y se volvió más insistente, menos melancólico, más atormentante. Mi respiración era más trabajosa y menos idílica cuando el chillido de la guitarra me pareció el sonido del timbre que no cesaba. Era otra vez mi departamento y una vez más era de noche. Ale seguiría insistiendo con el timbre pero yo no llegaría al tubo, al menos no esa noche.
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