febrero 18, 2003


Son enormes los cables que cuelgan como lianas desde los edificios. Flamean de enfurecida forma y se ven amenazantes; el viento hace de ellos un arma letal. Un camión sueco se estaciona frente a un banco suizo, un enano aristócrata baja de una limusina que ha parado detrás del camión sueco y se dirige hacia la puerta exageradamente custodiada del banco suizo, sin dejar (por supuesto) de acomodarse el smoking. Los gorilas de la puerta le hacen una mueca y el enano penetra la sala y saca de un bolsillo extraño un cigarro que nunca enciende. Se le acerca el presidente del banco suizo, un hombre rubio con una embolia en el ano; lo saluda algo desencajado e inmediatamente le ofrece fuego. No, no se moleste. Y pañuelo hacia la frente de por medio, finalmente van al despacho del presidente y hacen negocios.
Por otra parte, yo compongo algo horrible en el piano: una melodía tan espantosa que parece cumbia, un alarido de auxilio. Bebo ginebra desde el lunes veintitrés y no paso por el baño desde el martes veinticuatro. Ayer, por cierto, fue lunes treinta.
Una dama alta, que no lo es tanto, atraviesa el cuarto de tanto en tanto. Se escuchan sonidos de copas rotas, se percibe un aroma a rai intolerable, todo dentro de este departamento que es mío sin saber por qué. Fumo cigarrillos negros y de golpe me sobresalto y le grito maldito hijo de puta al cristo crucificado en la pared. Pasa otra vez la dama y me abalanzo sobre ella, le hago un tacle precioso y cuando me dispongo a cortarle la garganta desaparece de allí, desaparece o se esfuma y ya no es alta. Ya ni siquiera es. Entonces miro desesperado en derredor, y finjo una tranquilidad y una compostura estupendas y pretendo estar haciendo flexiones de brazos cuando en realidad me tiemblan los músculos y me quiebro dándome la barbilla contra el parqué. Ahora me sangra el rostro, me arden las pantorrillas, me tiemblan las manos y además de esto lloro como una puta histérica. Soy algo indescriptible. Soy un monstruo.